Dejar de respirar
La muerte no es tan solo ley de vida, es también el
sentido de ésta. La eternidad la convertiría, a la vida, en un tedioso camino
en el que el ser humano, tal y como es hoy, acabaría buscando terminar con su
existencia con más ahínco aún del que pone en intentar alargarla. Por eso,
aunque nos empeñemos en verla maligna, la muerte es una de las mejores bondades
que nos regala la vida. Mas, a veces, es cruel, atroz, desalmada; arrasa con
todo.
25 de noviembre de 1968, es Santa Catalina. Pero
hoy, a Vela, eso le da igual: Ha muerto Isaac. No ha permitido que se lo
quiten, lo lleva en brazos en el taxi que circula por la N-232. Había nacido
hace diecisiete meses y cuatro días, con la entrada del verano de 1967.
─ Angelitos al cielo ─ dice una voz mientras el
pequeño ataúd entra en su sepulcro.
─ ¡Prefiero demonios en la tierra! ─Clama al
firmamento Vela. Y se hace el silencio en ella.
Guillermo llora a escondidas al llegar a casa,
desaparecido entre las sombras oscuras de su dolor. Siempre ha sido un hombre
discreto, callado, templado; todo lo contrario que su mujer, Vela, un terremoto
hoy yermo de fuerza. Guillermo tampoco tiene fuerzas, también ha caído. Ya no
es persona: sólo lágrimas silenciosas, rabia contenida, padre vacío.
Ella está en el salón, ha decidido dejar de
respirar desafiando a Dios y parece que lo está consiguiendo. Ahora me enfado y
no respiro, como un niño al que le han quitado su juguete favorito y tiene una
pataleta. Pero ni es un niño, ni es un juguete.
Su hermano Pablo intenta sin éxito que beba una
copa de coñac. El resto de familiares que allí se encuentran la abofetean para
que reaccione, pero no le importa, ella solo quiere dejar de respirar. ¿Para
qué seguir haciéndolo?
Dios le ha quitado a su niño otra vez, al vivo,
después de al otro no haberlo dejado nacer. La ha convertido en flor sin fruto,
condenada por una ley que está escrita fuera del código de la vida, que se
salta todos los tiempos.
Una bofetada ha hecho que abra los ojos que, en un
segundo plano, ven el rostro de una mujer. Es María, su madre, una madre
destrozada al ver de ese modo a su hija, una madre a la que Vela, por consumar
su liberación, va a encerrar a cambio en su prisión ¿Cómo obligar a alguien a
quien quieres tanto a sufrir por ti tu dolor?
Vela respira todavía, cincuenta años después. Los
dos primeros estuvieron las paredes sin ser pintadas, por no tapar las marcas
de las manitas del hijo de la alegría. Diez estuvo yendo Vela cada día al
cementerio. Los cincuenta tuvieron un 25 de noviembre y en todos ellos fue
Santa Catalina. Todavía hoy son presentes los verbos que narran esta historia,
al igual que lo es el dolor que aún vive en su memoria. De Guillermo y Vela
nacieron cuatro hijos que hoy respiran también y todo porque alguien vio el
rostro de una mujer que se llama María y se apiadó de él.
María Hernández, alumna de 1º de Bachillerato
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